Estaba concentrado en los pequeños animales blancos. La mayoría tenían muchas patas, parecían crustáceos. Se movían de manera lenta. Todos tenían las mismas características. A pesar de sus grandes ojos rojos, parecía que estaban ciegos. Las grandes antenas que salían de sus cabezas, parecían satélites en busca de obstáculos. Estaba totalmente hipnotizado con aquellas criaturas. Parecían no mágicas, y eso me fascinaba, por fin algo de normalidad en mi vida.
Avancé un poco más, siempre siguiendo a la náyade y al pequeño ser. Un poco más allá los colores empezaron a aparecer. Rosas, verdes, anaranjados. Todos los tonos alegres aparecieron ante mí. Me pareció todo muy extraño, miré a mis compañeros. Ellos seguían nadando como si nada. Quise preguntarles, pero no me oirían, estaban demasiado lejos. Nunca había visto algo tan colorido. Me sentí atraído por ello. Ralenticé mis movimientos. Siempre nadábamos en línea recta, así que pensé que no pasaría nada si me retrasaba. Una sonrisa se dibujó en mi cara. Observar todo aquello era de lo más relajante. La vida tranquila se encontraba ante mis ojos. Cada vez me sentía más relajado. A lo lejos escuché un canto. La melodía más dulce jamás soñada. Levanté los ojos buscando el origen. Algo se acercaba nadando hacia mi. Algo muy bello y lleno de luz. Me detuve por completo. Anhelaba a aquella criatura. Cuando la pude distinguir del todo, mis ojos no pudieron apartarse de ella. Una muchacha de largos cabellos rojos se encontraba delante de mí. Su sonrisa era tan inocente que parecía la hija de un ser puro, de un dios de la naturaleza. Sus grandes ojos azules contrastaban con el azul del agua. No tenía piernas, tan solo una larga cola de pez. Con rápidos movimientos llamó a más sirenas. Pronto estuve rodeado por ellas. Cada cual más bella. Debía ser el humano más afortunado del universo entero.