Decidí partir aquella misma noche, prefería no despedirme de mis hermanos, así sería menos doloroso. Mi mochila estaba raída por todas partes, pero no habíamos tenido más tiempo. En la despensa no había demasiado, un pequeño trozo de pan y una pasta seca de jabalí deberían ser suficiente para aguantar unos días.
Nunca había tenido una sensación de pesadumbre tan grande como en el instante en el que crucé la puerta. Miré tan solo una vez para atrás, para tener todavía el valor de emprender mi huida. Sin pensarlo más me adentré entre las sombras.
Los primeros árboles me eran familiares, pero a medida que me alejaba en dirección norte, el paisaje se volvía más espeso y las lianas de los árboles me impedían el paso. Debía darme prisa y alejarme lo más posible del pueblo antes de que amaneciese, pero el laberinto que veía enfrente me desconcertaba y atrasaba.
Me detuve a descansar unos segundos y al mirar a mi alrededor, unos ojos rojos me observaban. Me entró pánico y quise correr, pero al ver que los ojos seguían estáticos me detuve y con cautela avancé.
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