Unas suaves voces empezaron a acompañar a las llamas. Cuanto más se avivan las llamas más fuertes eran aquellas voces. Pronto la piel me ardería y mis tímpanos estallarían. No tenía escapatoria. Estaba en un espacio muy estrecho.
Cuando las llamas alcanzaron un tamaño considerable, noté como mi cuerpo se empezó a encoger. Mis músculos sufrieron temblores y pequeños espasmos. Cada vez se estaba haciendo más pequeño. Llegó al tamaño de un niño. Cuando mi reducción se estabilizó, el fuego también cesó de crecer. Noté como la temperatura era insoportable y las voces habían llegado a tal nivel que me estaban taladrando los oídos y la cabeza. Cuando pensaba que estaba en el límite de mis fuerzas un frió glaciar sacudió todo el interior del árbol. Las llamas se apagaron al igual que las voces. Otra vez silencio.
Detrás del silencio empezaron a aparecer espectros. Figuras difuminadas que se volvían más claras cuando se acercaban a mi. Eran mujeres y niños. Todos con expresiones de dolor y sus caras reflejaban terror. Y más silencio. Y más imágenes. Cada uno de esos fantasmas habían tenido vida propia, seguramente con cosas buenas y cosas malas. Ahora sus ojos representaban solo el sufrimiento de su muerte. Estaban vacías de alegría, vacías de amor. Una nueva ola de frío polar se cernía sobre mí.
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