Sentí un pequeño temblor en mis piernas, después en mis brazos. Desperté violentamente de mi trance. Miré a mi alrededor. Tenía la vista borrosa, pero más o menos, conseguí orientarme. Vi al pequeño ser encima de mi. Me había arrastrado lejos de las gotas negras. Me encontraba al lado de un diminuto arroyo de agua. Saqué fuerzas de donde no tenía, y, con un inmenso dolor en todo mi cuerpo me acerqué hasta aquel preciado líquido. Estaba sediento, no me acordaba de la última vez que mi cuerpo se había alimentado o había bebido. En esos pocos días que llevaba fuera de casa, me había convertido en un fantasma de lo que fui. Cuando aquel divino tesoro tocó mis labios, mis pupilas brillaron como dos estrellas. Cuando ya estaba saciado, mis párpados empezaron a pesar y caí fulminado en un profundo sueño.
Muchas imágenes vinieron a mi cabeza. Mis padres en la puerta despidiéndome, mis hermanos durmiendo, la más pequeña con sus rizitos dorados sonreía en sueños. Me quedé con la imagen estática de ella. Tan dulce y tan inocente. Tan diferente a los demás duendes, era la única en el pueblo que tenía rizos dorados, quizás el destino había preparado algo diferente para ella. Mi subconsciente se quedó clavado en mi querida princesa. Tan parecida a los demás y tan diferente a la vez. Única en su especie, ese era el rasgo que compartíamos.
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